El policía ya no persigue niños jugando fútbol en la vía pública. Lucha contra malhechores armados que, lamentablemente, se incrementan cada vez más. Expone su vida cada día y, como es lógico, muchas veces muere en cumplimiento del deber, dejando viuda e hijos en el desamparo.
Por: Freddy Gálvez Delgado
Los policías son los guardianes de la ciudadanía. Su misión esencial es preservar el orden público y la seguridad de las personas. Por eso reciben una preparación especial y luego salen a las calles a cumplir con la noble y delicada labor que la sociedad les ha encomendado. Tenía diez o doce años cuando llegaron los primeros patrulleros a Trujillo. Eran de color negro y muy grandes. Nunca antes los había visto. Sólo se sabía que existían en Lima.
Nuestra ciudad era, en ese entonces década del cincuenta, realmente pacífica. Los robos a los domicilios y asaltos eran esporádicos. Y, como es de suponer, el trabajo policial más llevadero. Había muy poco que hacer. Lo digo por experiencia propia. Nací y me crié en la segunda cuadra del jirón Diego de Almagro, a cuadra y media de la plaza de armas. Como era nuestra costumbre, los amigos del barrio nos reuníamos todos los sábados por la tarde para jugar pelota.
Lo hacíamos en la cuadra tres del jirón Zepita, por ser el menos transitado, al otro extremo de la tienda de “Don Pancho”, que aún funciona en la esquina. Cierto día, alrededor de las dos de la tarde, nos turnábamos con el “tiro al arco”, con uno dibujado sobre la pared. Un amigo pateaba y el arquero se mantenía en su puesto hasta que le convertían un gol. En esa ocasión fungía de guardameta y justo en el instante que el balón llegaba a mis manos, dobla un patrullero que no percibimos, pues llegó por la primera cuadra de Almagro.
Todos se escondieron en dos callejones que por allí existían. Teniendo el carro policial casi frente a mí, lo primero que atiné fue correr en sentido contrario, hacia la avenida España, que aún no estaba asfaltada. Uno de los policías fue tras mío y me cogió de la mano, después de haberlo obligado a correr más de una cuadra. Introducido en auto pasé por la puerta de mi casa ante la angustia y desesperación de mi madre Emilia y mis tres hermanas mayores.
Informado sobre el “caso”, mi padre que era regente del diario “La Industria”, fue de inmediato a la comisaría y “salí libre”, luego de prometer no jugar más en la calle. Hoy todo ha cambiado. El policía ya no persigue niños jugando fútbol en la vía pública. Lucha contra malhechores armados que, lamentablemente, se incrementan cada vez más. Expone su vida cada día y, como es lógico, muchas veces muere en cumplimiento del deber, dejando viuda e hijos en el desamparo.
Hace poco cayeron dos, víctimas de manos criminales. Sus leales amigos los acompañaron hasta el sepulcro en un ambiente de inmenso dolor. En ese preciso instante, observamos algo inusual. Pocas veces visto. Muchos policías impotentes, al despedirlos, no pudieron contenerse y rompieron en llanto. Ojalá que, algún día, las leyes en el Perú sean más severas contra la delincuencia, el poder Judicial cumpla su función a cabalidad y no veamos más policías con el rostro bañado en lágrimas por la indebida muerte de un compañero…
Por: Freddy Gálvez Delgado
Los policías son los guardianes de la ciudadanía. Su misión esencial es preservar el orden público y la seguridad de las personas. Por eso reciben una preparación especial y luego salen a las calles a cumplir con la noble y delicada labor que la sociedad les ha encomendado. Tenía diez o doce años cuando llegaron los primeros patrulleros a Trujillo. Eran de color negro y muy grandes. Nunca antes los había visto. Sólo se sabía que existían en Lima.
Nuestra ciudad era, en ese entonces década del cincuenta, realmente pacífica. Los robos a los domicilios y asaltos eran esporádicos. Y, como es de suponer, el trabajo policial más llevadero. Había muy poco que hacer. Lo digo por experiencia propia. Nací y me crié en la segunda cuadra del jirón Diego de Almagro, a cuadra y media de la plaza de armas. Como era nuestra costumbre, los amigos del barrio nos reuníamos todos los sábados por la tarde para jugar pelota.
Lo hacíamos en la cuadra tres del jirón Zepita, por ser el menos transitado, al otro extremo de la tienda de “Don Pancho”, que aún funciona en la esquina. Cierto día, alrededor de las dos de la tarde, nos turnábamos con el “tiro al arco”, con uno dibujado sobre la pared. Un amigo pateaba y el arquero se mantenía en su puesto hasta que le convertían un gol. En esa ocasión fungía de guardameta y justo en el instante que el balón llegaba a mis manos, dobla un patrullero que no percibimos, pues llegó por la primera cuadra de Almagro.
Todos se escondieron en dos callejones que por allí existían. Teniendo el carro policial casi frente a mí, lo primero que atiné fue correr en sentido contrario, hacia la avenida España, que aún no estaba asfaltada. Uno de los policías fue tras mío y me cogió de la mano, después de haberlo obligado a correr más de una cuadra. Introducido en auto pasé por la puerta de mi casa ante la angustia y desesperación de mi madre Emilia y mis tres hermanas mayores.
Informado sobre el “caso”, mi padre que era regente del diario “La Industria”, fue de inmediato a la comisaría y “salí libre”, luego de prometer no jugar más en la calle. Hoy todo ha cambiado. El policía ya no persigue niños jugando fútbol en la vía pública. Lucha contra malhechores armados que, lamentablemente, se incrementan cada vez más. Expone su vida cada día y, como es lógico, muchas veces muere en cumplimiento del deber, dejando viuda e hijos en el desamparo.
Hace poco cayeron dos, víctimas de manos criminales. Sus leales amigos los acompañaron hasta el sepulcro en un ambiente de inmenso dolor. En ese preciso instante, observamos algo inusual. Pocas veces visto. Muchos policías impotentes, al despedirlos, no pudieron contenerse y rompieron en llanto. Ojalá que, algún día, las leyes en el Perú sean más severas contra la delincuencia, el poder Judicial cumpla su función a cabalidad y no veamos más policías con el rostro bañado en lágrimas por la indebida muerte de un compañero…
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